J. R. Miller
La misión del niño Jesús fue transformar el pecado y el
dolor de la Tierra en la santidad y el gozo del Cielo. La Tierra en nada se
parecía al Cielo aquella noche. Era un lugar donde gobernaban el egoísmo y la
crueldad, las rencillas, el pecado y el mal, la opresión y el dolor. Millones
de hombres vivían bajo el yugo de la esclavitud. El hedor de la depravación
llegaba hasta el mismo Cielo. Reinaba la tiranía… Había alguna que otra alma
pía que pensaba en Dios, y unos pocos hombres y mujeres que llevaban vidas
puras y bondadosas. Sin embargo, en el mundo cundía el pecado. Amor… claro que
había amor: las madres amaban a sus hijos, los amigos a sus amigos. Pero había
grandes multitudes que no sabían nada del amor tal como lo concebimos hoy en
día. El verdadero amor, el amor cristiano, nació aquella noche de la primera
Navidad. El amor de Dios, el amor del mismísimo Dios, un chispazo divino de
vida, descendió del Cielo a la Tierra cuando nació Jesús. Christina Rossetti lo
describe así:
«Bajó el amor en Navidad,
divino y encantador;
nació el amor en Navidad,
el Cielo entero lo anunció.
nació el amor en Navidad,
el Cielo entero lo anunció.
Sea el amor nuestra señal,
amor por ti, amor por mí,
por Dios y por la humanidad,
amor gratuito, amor sin fin.»
amor por ti, amor por mí,
por Dios y por la humanidad,
amor gratuito, amor sin fin.»
Esa diminuta chispa de amor se abriría paso entre
hombres y naciones hasta afectar a toda vida en la faz de la Tierra, hasta
transformarla, purificarla, endulzarla y suavizarla. En parte, a eso se refería
Jesús cuando habló de la mujer que ponía una porción mínima de levadura en una
enorme cantidad de masa, de modo que se abriera paso hasta llegar hasta cada
rincón del mundo. Recordemos las palabras de la canción que entonaron los
ángeles: «...en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad». Eso es lo que
provocaría la venida de Cristo en la carne a esta Tierra: instaurar la paz y
poner buena voluntad en los corazones de los hombres.
[El nacimiento de] Jesús tenía por propósito activar la
levadura de la buena voluntad en el mundo. Se ha logrado mucho en ese sentido a
lo largo de todos estos siglos de cristianismo en la Tierra. En territorios
donde reina el cristianismo se ven bellas iniciativas en lo que respecta al
cuidado de pobres y ancianos, de ciegos, huérfanos y enfermos, y de todos los
menos favorecidos; se puede apreciar el espíritu de bondad y amor que prevalece
en la sociedad. Todo esto se debe a la propagación del amor de Dios entre
los hombres. No obstante, la obra aún no ha concluido. No todo el mundo se ha
transformado en la dulzura, pureza y hermosura del Cielo. Aun donde más se ha
logrado, queda mucho por hacer.
Podríamos aplicarlo a nuestra propia vida: ¿qué
responsabilidad tenemos en lo que a la Navidad respecta? Después de todo, esa
es la pregunta más relevante para nosotros. No podemos hacer lo que corresponde
a los demás, tal como nadie puede ocuparse de lo que es responsabilidad
nuestra. Hay quien por pasárselas mirando al jardín del vecino deja que en su
propio jardín proliferen las hierbas malas hasta ahogar y sofocar sus plantas y
sus flores. Pero ¿qué hay de la pequeña parcela que se nos encomendó en este
gran mundo de Dios? Si la [misión] de la iglesia es propagar la Navidad en todo
el mundo, a cada uno de nosotros nos pertenece una pequeña porción.
Todos deberíamos procurar que la Navidad ocupe un lugar
preponderante en nuestro corazón y nuestra vida. La Navidad consiste en emular
a Cristo. La vida del cielo bajó a la Tierra en Jesús y comenzó en el humilde
lugar donde Él nació. ¿Hay en nosotros aunque sea alguna medida de esa vida
dulce y apacible, suave y humilde? Debería ser una cuestión sumamente práctica.
Algunas personas experimentan sentimientos de amor, pero ese amor nunca llega a
traducirse en acciones, no se manifiesta en su conducta ni su carácter. El amor
de un cristiano es algo que debe traducirse en hechos.
Cuenta una anécdota que un perrito cojo procuraba con
esfuerzo subirse de la calzada a la acera de una calle. Pero la pobre criatura
no conseguía trepar hasta arriba, se resbalaba una y otra vez hacia abajo.
Centenares de personas pasaban a su lado y al verlo se reían de sus esfuerzos y
fracasos, y seguían de largo. Nadie se ofrecía a ayudarlo. Hasta que pasó por
allí un labrador de tosco aspecto. Al ver al perro se compadeció de él, e
hincándose de rodillas al borde de la calle, levantó a la criatura y la colocó
sobre en la acera, y luego siguió su camino. Ese hombre poseía el auténtico
espíritu del amor. Es eso lo que habría hecho Cristo. El amor se manifiesta de
manera inconfundible tanto en la manera en que un hombre trata a un perro como
en el trato que da a sus congéneres.
Si de veras deseamos abrigar la Navidad en el corazón,
es necesario que hagamos a un lado nuestros propios intereses y pensemos en los
demás. Debemos dejar de llevar la cuenta de lo que hemos hecho por los demás y
[en lugar de ello recordar] lo que lo demás han hecho por nosotros. Es
importante que dejemos de concentrarnos en lo que consideramos que otros nos
deben y en vez de eso, nos centremos en lo que les debemos nosotros, y recordar
que les debemos a Cristo y al mundo lo mejor de que disponemos en cuanto a vida
y amor… debemos bajarnos de nuestros ridículos tronos y dejar de esperar que
los demás nos rindan honores, nos presten atención y nos manifiesten
deferencia, se inclinen ante nosotros y nos sirvan, y en lugar de ello,
internarnos en los lugares más humildes a los que nos conduce el amor para
comenzar a servir a los demás, incluso a los más modestos, y de las maneras más
serviles. Así lo hizo nuestro Maestro.
Vale la pena citar el siguiente párrafo acerca de
guardar la Navidad, escrito por un magnífico autor: «¿Estás dispuesto a
rebajarte a tomar en cuenta las necesidades y los deseos de los niñitos, a
recordar las debilidades y la soledad que padecen los que están envejeciendo; a
dejar de preguntarte qué tanto te quieren tus amigos y en vez, empezar a preguntarte
si tú los amas lo suficiente? ¿Estás dispuesto a tener presentes las cosas que
otras personas deben sobrellevar, a esforzarte por entender qué es lo que en
realidad necesitan quienes viven bajo tu mismo techo, sin esperar a que sean
ellos quienes tengan que decírtelo; a dar mantenimiento a tu farol de modo que
emane más luz y menos humo, y a portarla delante de ti, de modo que tu sombra
quede detrás; a enterrar tus pensamientos desagradables y preparar una huerta
sin muros donde siembres buenos sentimientos? ¿Estás dispuesto a hacer todas
estas cosas aunque solo sea por un día? Si es así, serás capaz de guardar la
Navidad.»
Debemos dar prioridad a la Navidad en nuestro propio
corazón antes de cualquier otra cosa. Una persona refunfuñona, una persona egoísta,
un individuo injusto y déspota, o uno poco caritativo e inclemente, no puede
albergar el espíritu de la Navidad en su interior ni contribuir a la bendición
de la Navidad en la vida de sus amistades ni su prójimo. La Navidad debe
comenzar en nuestro fuero interno, en nuestro corazón. Debemos convertirnos en
hacedores de Navidad para los demás o nosotros mismos no podremos
experimentarla verdaderamente. Debemos compartir nuestro gozo. Si procuramos
guardarnos la Navidad para nosotros mismos, nos perderemos la mitad de su
dulzura.
Hay un relato en que un buen hombre dice: «Es muy
difícil saber cómo ayudar a los demás cuando uno no tiene la posibilidad de
enviarles cobijas, carbón o una cena navideña». Para muchas personas, eso es
muy cierto. No conocen otra manera de ayudar a la gente que dándole cosas
materiales. Sin embargo, hay mejores maneras de hacerle un bien al prójimo que
enviarle una cena, ropa o un retrato para su pared, o cubiertos para su mesa.
Uno puede no tener dinero para gastar y aun así ser un generoso benefactor.
Podemos ayudar a los demás manifestándoles consideración, alegría o ánimo.
Según se nos dice, Jesús jamás envió cobijas a la gente
para que se protegiese del frío, ni les mandó combustible para sus fuegos, ni
cenas navideñas o juguetes para los niños. No obstante, nunca existió alguien
que ayudase tanto a los demás como lo hizo Él. Tenía la maravillosa capacidad
de ayudar a los demás a llevar sus cargas, integrándose a sus vidas. Hay en la
compasión auténtica una enorme medida de ayuda, y Jesús manifestaba compasión a
todos los que padecían dolor o vivían en condiciones difíciles. Amaba a las
personas: ahí radicaba el secreto de su capacidad de ayudar. Se compadecía de
los sufrimientos ajenos. Se afligía con todas las aflicciones de ellos. Alguien
dijo una vez: «Si yo fuese Dios, se me partiría el alma al ver los sufrimientos
del mundo». Lo que no comprendía era que justamente eso fue lo que sucedió con
el corazón de Cristo: se partió de compasión, amor y dolor por los pesares del
mundo. Y de esa manera llegó a convertirse en Redentor del mundo. Era un
magnífico apoyo para los demás, no proporcionándoles cosas materiales sino
impartiéndoles ayuda espiritual. Está bien que intercambiemos regalos en
Navidad: pueden hacer bien siempre y cuando se los escoja debidamente y se los
dé con la intención de hacer el bien. Procuremos, sin embargo, ayudar de
maneras más importantes.
Autor: J. R. Miller. Extractos de Christmas Making,
publicado por The University Press, Cambridge, Mass., 1910.
Despierta oh tierra
Puede escuchar y descargar
música navideña aquí.
Hugo en casa de Maryan con su
mamá Sra. Roxana y Sra. Blanca,
dando una clase de la biblia,
en San Marcos de Tarrazu.
¡Con mucho amor y oraciones!
Hugo y Elizabeth
Ministerio Luz Celestial, San José – Costa Rica
Teléfono: (506) 88539162
E-mail: mluzcelestial@gmail.com
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